jueves

10 cabezas




Por Juan  Calamares

“Toda historia tiene un reverso que no es posible traerlo a través del lenguaje. Todas las historias que leemos o nos cuentan, tienen un fondo o un anverso al cual no podemos acceder por el armazón de la palabra. Siempre hay una historia gemela que nació deforme o fue mal parida, y ésa es la verdadera historia, el clon imperfecto no narrado.” 

Así nos dice Robles Martínez en su diario íntimo, el oscuro protagonista de  esta novela, el oscuro autor que reflexiona sobre  literatura y vida en sus minutos finales. Aquel escritor devenido en escritor de ciencia ficción  por frustración editorial y que construye historias extrañas que se parecen a Borges, que se parecen a Chesterton. El alma de esta novela es Borges, pero también es una oscura corporación, que utiliza a los poetas para predecir el futuro. La  novela nos habla del secuestro de Robles Martínez,  aquel escritor  que ha ganado un certamen municipal,   que es un pequeño escritor sin ambiciones de fama, pero que quizás ha revelado un secreto, porque muchas veces los escritores revelan secretos, sobre todo cuando son escritores de ciencia ficción.

Esta novela igualmente trata de su búsqueda y trata además de un número de cabezas. 10 cabezas, donde también hay pseudo cabezas y donde también hay pseudo cuerpos. Aquí los policías utilizan métodos  horribles y exprimen a seres vivos en siniestras mansiones. Son policías  invisibles que  " operan en la clandestinidad, que manejaba los medios de comunicación, la industria farmacéutica y tantas otras áreas” Organizaciones atroces como las de Flan O’Connor, cuyo precinto de policía es invisible al igual que la sede de la organización de Rumel. 

Esta novela es atroz, porque se permite  graficar la muerte. Y es atroz también porque nos habla de la locura, de la triste locura de aquellos que piensan que los libros son importantes, como lo afirma uno de los tristes locos de la novela, que asegura que la dominación partirá por los lectores , por que son influyentes,  ¿Hay alguna forma mas extraña de locura?  La novela igualmente es una trampa formal  y es riesgosa.   No suscribe a la ley sacrosanta de la amenidad (cuantos escritores de talento nos ha  arrebatado la amenidad) La amenidad es mala, un libro debe marear, traicionar las expectativas del lector, desconcertarlo, hacerlo retroceder.   

No hay literatura sin muerte, sin pasión, sin confusión. "El secuestro de Robles Martínez " es todo eso pero también es una novela negra, que cumple con todos los requisitos del género. Una novela negra delirante, pero también es una novela de ciencia ficción,  que por cierto, descree de la ciencia ficción, pero que está llena de ideas, como las novelas de John Varley, ideas de sobra para construir, mas argumentos, mas novelas: libros interminables, crematorios  espantosos, mas espantosos por lo que se está cosiendo dentro, policías que escriben sobre policías, policías valientes, policías cobardes, policías poetas. Y  entonces pienso que la literatura chilena debería ser   "El secuestro de Robles Martínez", en lugar de  "La razón de los amantes" y me entristezco, porque  el grueso de los seres humanos del mundo entero piensa lo contrario, pero no importa.  Contaminémonos de "El secuestro de Robles Martínez " hagamos literatura como esta-.No temamos a las grandes editoriales, no temamos a la confusión de los lectores. No temamos a la PDI.  Mejor hablemos, hablemos por ejemplo de una extraña mansión llena de cabezas, de un extraño ser humano, que  tiene bien poco de ser humano y que está conectado a tubos y a un computador y que vive incómodamente en posición fetal, cual máquina de extraña procedencia , pero estoy revelando hechos importantes, así que mejor concluiré con broche de oro, con una idea sorprendente: la idea de un libro escrito a muchas manos, por muchos años y  que finalmente llega a manos de un presidiario. Hermosa idea, mas hermosa aún  por su corolario: en la solapa del libro se avisa que el presidiario ha quemado el original y que lo que el lector tiene en sus manos es solo una evocación del libro. Un falso libro de arena, un libro que es una anomalía, un libro que nunca pudo contarse, como este libro que tienen ustedes en sus manos. Como este , precisamente, un libro inenarrable, extraño y hermoso, un libro mutante como debe ser  la novela moderna. Como Neuromante y "El hombre que fue Jueves" que de alguna manera se le parecen" Una caja que se abra a otra caja y a otra caja y así sucesivamente hasta el infinito o hasta el número 10, diez cabezas. 

lunes

I. El mayordomo (Primeras páginas de la novela)





1

Por aquel tiempo, yo quería escapar de acá.

Un acá que implicaba un lugar y un tiempo. El tiempo transcurría a una velocidad descabellada. Me imaginaba en mis eternas divagaciones -pensamientos de quien está al borde de la locura- que muy pronto el universo colapsaría. No era algo alimentado por el miedo que infunden esos farsantes predicadores, ni tampoco ese miedo ancestral de que ocurriría un choque interestelar entre dos mundos colapsando en el espacio. Yo pensaba simplemente que todo se haría añicos sobre la superficie de la tierra. La voluntad colectiva de que el mundo era una realidad palpable, existente, se desmoronaría, muy pronto. Miraba entre los escombros de una ciudad destruida, a ver si encontraba los atisbos de algún cadáver que me devolviera a la vida. Era todo tan irreal, que me imaginaba que el ahora ya no sería nunca jamás. Éramos un puro simulacro, los últimos estertores del agónico sueño de Dios. Sobre la ribera de mi mente, atisbaba trocitos de un cuerpo desmembrado que se repartía como piezas de un rompecabezas imposible. Entonces, como ocurre con todas las historias, un delgado hilito me persiguió silenciosamente por la oscuridad, desde siempre, quizás, y provocó que un Big-Bang atronador se desatara.

Destapé las molleras de los diez cadáveres que se repartían por la mansión. La Mansión Deshecha, como pasé a bautizarla, tras una larga y mesurada inspección de sus paredes y lúgubres recodos. Una inspección demasiado larga, que llevo haciendo desde que era niño. Pero las paredes de esta mansión multiforme cambian tanto. Es casi imposible que se mantenga igual. Todas las semanas se está modificando. Cambian los adornos de las habitaciones, la ubicación de los felpas, la platería; todo se renueva y pasa a significar algo nuevo. Lo que es usado una vez, debe ser botado. Acá las horas pasan rápidamente, como si las agujas de los cientos de relojes que cuelgan de las paredes se hubiesen puesto de acuerdo para avanzar rápidamente. Los minuteros corren como segunderos. Y cosa rara, los días son tan largos. Parece que no terminan nunca.

Haber visto semejante chorrera de floreros quebrados, casi todos vestidos elegantemente, con sombreros, trajes y bastones, habría crispado los nervios de cualquiera. La sangre salpicada transformaba al recinto en un repentino y espontáneo action painting, que se velaba como un cuadro metafísico en el cual una oreja ya no era más una oreja. Penes flácidos que colgaban de los candelabros, brazos rotos y molidos que decoraban la escenografía teatral, piernas sacadas de cuajo sobre la fina cerámica que reposaba chispeante en el largo mesón del comedor, torsos pendiendo de ganchos metálicos, conformaban aquel collage humano, el cual tendría que ordenar y clasificar. Había que armarse de una paciencia de monje.

¿Y cuál era el hilito invisible que había detonado esta bomba? Ese hilito tenía un nombre claro: Robles Martínez, aquél que desencadenó este trabajoso efecto dominó. Por entremedio de la trama, o más bien, superponiéndose como un tejido demencial sobre los hechos, veo las caras y las garras humanas, aferrándose al asidero de esta imposibilidad, de esta imposibilidad tan posible.

A mí se me encargó inventariar todo este desastre.

La Mansión Desecha estaba a cientos de kilómetros de cualquier urbe y, no bastando con aquella prudente soledad, ni siquiera figuraba en el registro de bienes inmuebles. 

Su arquitecto levantó alrededor de la construcción una serie de espejos oblicuos, multilaterales, que reflejaban mecánicamente el entorno salvaje que circundaba a la mansión. Si un ocasional ser humano hubiese pasado por ahí -cosa difícil, pero ya explicaré más adelante por qué- no habría visto más que árboles envejecidos y largas matas de resecos pastizales. Desde cualquier punto de vista, por abajo, por los bordes, aun desde arriba, desde cualquier distancia, ahí no había nada más que potreros. Si alguien, distraídamente, o haciendo caso al mito urbano de la casa invisible (que aparecía en ciertos periodicuchos locales, o en algunas transmisiones radiales fantasma), hubiese llegado a las inmediaciones de la mansión, y se le hubiese ocurrido estirar su mano para palpar el espejo que camuflaba la construcción, habría  muerto en el instante. Una extraña sustancia, similar a una resina, recubría a los espejos. Bastaba un leve toque para que ésta ingresara por alguno de los poros e inundara irremediablemente el organismo, para morir envenenado a los pocos minutos. Muerte rápida, pero no por eso menos dolorosa. Aquellos audaces, que pudiendo haber estado alertados por algún espía, habrían muerto por el sólo hecho de exhalar a menos de tres metros la tóxica sustancia que emergía en esa zona. En menos de cuarenta años han muerto sólo tres osados. Creo que fue un periodista en busca de la noticia, un campesino que fue a buscar una vaca extraviada y un niño que distraídamente pasó por ahí. Los cuerpos fueron trozados y quemados en una gran hoguera que reposa a metros y metros bajo tierra de la mansión. De animales, ni hablar. He perdido el cálculo de liebres, pájaros, roedores, insectos, perros y gatos muertos. Creo que una vez encontramos un cocodrilo. Estos animales están ahora embalsamados en el museo de la mansión, pero no todos, sólo los ejemplares más bellos de cada especie. Con el resto preparé hamburguesas o se los di de comida a los cerdos, en aquel corral que tenemos en uno de los patios traseros.

¿Y para qué tanta estupidez, tanto recatado resguardo? Yo me río al formularme a mí mismo esa pregunta, y río con más fuerzas al recordar que soy uno de los pocos privilegiados que conocen exactamente cuál es la naturaleza de esta zona. Si me torturasen, luego de horas o de días de brutales interrogatorios, me matarían en el acto si les dijese qué ocurre realmente en este pequeño espacio del mundo. Me matarían, y probablemente mis asesinos escogerían sabiamente el suicidio. Al menos en el lejano e improbable caso de que creyeran mi relato. Aquella Mansión Deshecha era la prueba de que el horror existía en este mundo. Pero llamar  “el terror” o “el apocalipsis sobre la tierra” a este lugar era, indudablemente, un despropósito. Tanta sofisticación no se puede denominar de forma tan burda. Quizás lo nuestro suscita emociones como el terror, pero también mezcladas con la admiración ante el evidente progreso de la ciencia. Ni ahora, ni en muchos siglos más de avances, podrán igualar nuestra creación.

Nací explícitamente para ser el mayordomo de aquella mansión. Aunque no sería exagerado afirmar que fui concebido para tal fin, cuando aún ni siquiera mis padres biológicos habían nacido. Pasé mi infancia al cuidado de múltiples especialistas que me educaron tácitamente para mi tarea de mayordomo. Aprendí a leer y escribir a los tres años. Me daban vitaminas y sobreexcitaban mi sistema nervioso para acelerar mis capacidades intelectuales. A los cinco años escribí mi primer poema y a los siete compuse una pequeña sonata. A los nueve podía hablar perfectamente hasta cinco idiomas distintos, desenvolviéndome perfectamente en el tuzeck, la lengua artificial que había creado la institución. Aunque decir institución es un mero formulismo. Así denominábamos a aquellos que financiaban mi carrera de mayordomo. A los quince años recibí el juego completo de llaves que correspondían a la fabulosa mansión en la que habitaba. Eso marcaba mi iniciación real en el mundo. Podía pasearme largamente por sus espléndidas y lustrosas habitaciones, asomarme al balcón para observar los suspiros de las estrellas y de las galaxias que se agolpaban como mares en el espacio infinito. Casi todas las semanas recibía a los distintos miembros de la institución, y yo tenía que darles el recibimiento que merecían. Organizar los banquetes era una tarea que demandaba meses de preparación. Conseguir las bebidas y los alimentos correspondientes, buscar las maneras más ingeniosas de presentarlos, seleccionar a la banda de músicos y las canciones que interpretarían, era una empresa titánica. Pero nada de esos fatigantes menesteres se comparaba con lo que me tocaba hacer ahora. Limpiar el desastre reinante de la mansión. Barrer con los platos rotos que se acumulaban. Me refiero a los diez cadáveres. A los policías y civiles que de una u otra forma fueron partícipes de toda esta gran artimaña, nacida desde una máquina de escribir, una Olivetti portátil. Nuestra institución había trabajado con muchos escritores de renombre; comprábamos su complicidad y su silencio sin que se dieran cuenta. Pero Robles Martínez se nos escapó de las manos. No teníamos que dejar ningún rastro, debíamos borrar todas las estelas que manchaban las sucias páginas de esta puta realidad. Porque sus nubarrones conducían hasta nuestros portones, poniendo en serio peligro todos los progresos que habíamos logrado. Si nos hubiesen encontrado habríamos retrocedido siglos, nos hubiésemos hundidos en el mar de la barbarie. El sólo hecho de pensar en esta posibilidad, me hace revalidar la opción del suicidio.

Por eso tuvieron (tuvimos) que asesinar a toda esta gente. Lo que importaba eran sus cabezas. Ahí se recopilaba toda la información, la memoria que registró el vendaval. La primera cabeza que recogimos pertenecía a Pablo Solari, un hombre de mediana edad entusiasta de las novelas de Robles Martínez. Luego vino el resto, uno tras otro, cayendo en nuestras redes. Somos capaces de traducir los impulsos neuronales, esto es, pensamientos y recuerdos, en un complejo sistema lógico decimal que, con un poco de esfuerzo, puede ser traducido en palabras. Esto fue lo que se consiguió rescatar antes de la reducción y posterior exterminación física. Todo por medio de los pensamientos traducidos a lenguaje, pensamientos que fueron recogidos, examinados y anexados al informe pertinente. Todo desde sus propias conciencias, sus propias voces, casi inalteradas en el proceso de reconstrucción memorística.