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Por aquel tiempo, yo
quería escapar de acá.
Un acá que implicaba un
lugar y un tiempo. El tiempo transcurría a una velocidad descabellada. Me
imaginaba en mis eternas divagaciones -pensamientos de quien está al borde de
la locura- que muy pronto el universo colapsaría. No era algo alimentado por el
miedo que infunden esos farsantes predicadores, ni tampoco ese miedo ancestral
de que ocurriría un choque interestelar entre dos mundos colapsando en el
espacio. Yo pensaba simplemente que todo se haría añicos sobre la superficie de
la tierra. La voluntad colectiva de que el mundo era una realidad palpable,
existente, se desmoronaría, muy pronto. Miraba entre los escombros de una
ciudad destruida, a ver si encontraba los atisbos de algún cadáver que me
devolviera a la vida. Era todo tan irreal, que me imaginaba que el ahora ya no
sería nunca jamás. Éramos un puro simulacro, los últimos estertores del agónico
sueño de Dios. Sobre la ribera de mi mente, atisbaba trocitos de un cuerpo
desmembrado que se repartía como piezas de un rompecabezas imposible. Entonces,
como ocurre con todas las historias, un delgado hilito me persiguió silenciosamente
por la oscuridad, desde siempre, quizás, y provocó que un Big-Bang atronador se
desatara.
Destapé las molleras de
los diez cadáveres que se repartían por la mansión. La Mansión Deshecha, como
pasé a bautizarla, tras una larga y mesurada inspección de sus paredes y
lúgubres recodos. Una inspección demasiado larga, que llevo haciendo desde que
era niño. Pero las paredes de esta mansión multiforme cambian tanto. Es casi
imposible que se mantenga igual. Todas las semanas se está modificando. Cambian
los adornos de las habitaciones, la ubicación de los felpas, la platería; todo
se renueva y pasa a significar algo nuevo. Lo que es usado una vez, debe ser
botado. Acá las horas pasan rápidamente, como si las agujas de los cientos de
relojes que cuelgan de las paredes se hubiesen puesto de acuerdo para avanzar
rápidamente. Los minuteros corren como segunderos. Y cosa rara, los días son
tan largos. Parece que no terminan nunca.
Haber visto semejante
chorrera de floreros quebrados, casi todos vestidos elegantemente, con
sombreros, trajes y bastones, habría crispado los nervios de cualquiera. La
sangre salpicada transformaba al recinto en un repentino y espontáneo action painting, que se velaba como un
cuadro metafísico en el cual una oreja ya no era más una oreja. Penes flácidos
que colgaban de los candelabros, brazos rotos y molidos que decoraban la
escenografía teatral, piernas sacadas de cuajo sobre la fina cerámica que
reposaba chispeante en el largo mesón del comedor, torsos pendiendo de ganchos
metálicos, conformaban aquel collage humano, el cual tendría que ordenar y
clasificar. Había que armarse de una paciencia de monje.
¿Y cuál era el hilito
invisible que había detonado esta bomba? Ese hilito tenía un nombre claro:
Robles Martínez, aquél que desencadenó este trabajoso efecto dominó. Por
entremedio de la trama, o más bien, superponiéndose como un tejido demencial
sobre los hechos, veo las caras y las garras humanas, aferrándose al asidero de
esta imposibilidad, de esta imposibilidad tan posible.
A mí se me encargó
inventariar todo este desastre.
La Mansión Desecha estaba
a cientos de kilómetros de cualquier urbe y, no bastando con aquella prudente
soledad, ni siquiera figuraba en el registro de bienes inmuebles.
Su arquitecto levantó
alrededor de la construcción una serie de espejos oblicuos, multilaterales, que
reflejaban mecánicamente el entorno salvaje que circundaba a la mansión. Si un
ocasional ser humano hubiese pasado por ahí -cosa difícil, pero ya explicaré
más adelante por qué- no habría visto más que árboles envejecidos y largas
matas de resecos pastizales. Desde cualquier punto de vista, por abajo, por los
bordes, aun desde arriba, desde cualquier distancia, ahí no había nada más que
potreros. Si alguien, distraídamente, o haciendo caso al mito urbano de la casa
invisible (que aparecía en ciertos periodicuchos locales, o en algunas
transmisiones radiales fantasma), hubiese llegado a las inmediaciones de la
mansión, y se le hubiese ocurrido estirar su mano para palpar el espejo que
camuflaba la construcción, habría muerto
en el instante. Una extraña sustancia, similar a una resina, recubría a los
espejos. Bastaba un leve toque para que ésta ingresara por alguno de los poros
e inundara irremediablemente el organismo, para morir envenenado a los pocos minutos.
Muerte rápida, pero no por eso menos dolorosa. Aquellos audaces, que pudiendo
haber estado alertados por algún espía, habrían muerto por el sólo hecho de
exhalar a menos de tres metros la tóxica sustancia que emergía en esa zona. En
menos de cuarenta años han muerto sólo tres osados. Creo que fue un periodista
en busca de la noticia, un campesino que fue a buscar una vaca extraviada y un
niño que distraídamente pasó por ahí. Los cuerpos fueron trozados y quemados en
una gran hoguera que reposa a metros y metros bajo tierra de la mansión. De
animales, ni hablar. He perdido el cálculo de liebres, pájaros, roedores,
insectos, perros y gatos muertos. Creo que una vez encontramos un cocodrilo.
Estos animales están ahora embalsamados en el museo de la mansión, pero no
todos, sólo los ejemplares más bellos de cada especie. Con el resto preparé
hamburguesas o se los di de comida a los cerdos, en aquel corral que tenemos en
uno de los patios traseros.
¿Y para qué tanta
estupidez, tanto recatado resguardo? Yo me río al formularme a mí mismo esa
pregunta, y río con más fuerzas al recordar que soy uno de los pocos
privilegiados que conocen exactamente cuál es la naturaleza de esta zona. Si me
torturasen, luego de horas o de días de brutales interrogatorios, me matarían
en el acto si les dijese qué ocurre realmente en este pequeño espacio del
mundo. Me matarían, y probablemente mis asesinos escogerían sabiamente el
suicidio. Al menos en el lejano e improbable caso de que creyeran mi relato. Aquella Mansión Deshecha era la prueba de que el horror
existía en este mundo. Pero llamar
“el terror” o “el apocalipsis sobre la tierra” a este lugar era,
indudablemente, un despropósito. Tanta sofisticación no se puede denominar de
forma tan burda. Quizás lo nuestro suscita emociones como el terror, pero
también mezcladas con la admiración ante el evidente progreso de la ciencia. Ni
ahora, ni en muchos siglos más de avances, podrán igualar nuestra creación.
Nací explícitamente para
ser el mayordomo de aquella mansión. Aunque no sería exagerado afirmar que fui
concebido para tal fin, cuando aún ni siquiera mis padres biológicos habían
nacido. Pasé mi infancia al cuidado de múltiples especialistas que me educaron
tácitamente para mi tarea de mayordomo. Aprendí a leer y escribir a los tres
años. Me daban vitaminas y sobreexcitaban mi sistema nervioso para acelerar mis
capacidades intelectuales. A los cinco años escribí mi primer poema y a los
siete compuse una pequeña sonata. A los nueve podía hablar perfectamente hasta
cinco idiomas distintos, desenvolviéndome perfectamente en el tuzeck, la lengua
artificial que había creado la institución. Aunque decir institución es un mero
formulismo. Así denominábamos a aquellos que financiaban mi carrera de
mayordomo. A los quince años recibí el juego completo de llaves que
correspondían a la fabulosa mansión en la que habitaba. Eso marcaba mi
iniciación real en el mundo. Podía pasearme largamente por sus espléndidas y
lustrosas habitaciones, asomarme al balcón para observar los suspiros de las estrellas
y de las galaxias que se agolpaban como mares en el espacio infinito. Casi
todas las semanas recibía a los distintos miembros de la institución, y yo
tenía que darles el recibimiento que merecían. Organizar los banquetes era una
tarea que demandaba meses de preparación. Conseguir las bebidas y los alimentos
correspondientes, buscar las maneras más ingeniosas de presentarlos,
seleccionar a la banda de músicos y las canciones que interpretarían, era una
empresa titánica. Pero nada de esos fatigantes menesteres se comparaba con lo
que me tocaba hacer ahora. Limpiar el desastre reinante de la mansión. Barrer
con los platos rotos que se acumulaban. Me refiero a los diez cadáveres. A los
policías y civiles que de una u otra forma fueron partícipes de toda esta gran
artimaña, nacida desde una máquina de escribir, una Olivetti portátil. Nuestra
institución había trabajado con muchos escritores de renombre; comprábamos su
complicidad y su silencio sin que se dieran cuenta. Pero Robles Martínez se nos
escapó de las manos. No teníamos que dejar ningún rastro, debíamos borrar todas
las estelas que manchaban las sucias páginas de esta puta realidad. Porque sus
nubarrones conducían hasta nuestros portones, poniendo en serio peligro todos
los progresos que habíamos logrado. Si nos hubiesen encontrado habríamos
retrocedido siglos, nos hubiésemos hundidos en el mar de la barbarie. El sólo
hecho de pensar en esta posibilidad, me hace revalidar la opción del suicidio.
Por eso tuvieron
(tuvimos) que asesinar a toda esta gente. Lo que importaba eran sus cabezas.
Ahí se recopilaba toda la información, la memoria que registró el vendaval. La
primera cabeza que recogimos pertenecía a Pablo Solari, un hombre de mediana
edad entusiasta de las novelas de Robles Martínez. Luego vino el resto, uno tras otro,
cayendo en nuestras redes. Somos capaces de traducir los impulsos neuronales,
esto es, pensamientos y recuerdos, en un complejo sistema lógico decimal que,
con un poco de esfuerzo, puede ser traducido en palabras. Esto fue lo que se
consiguió rescatar antes de la reducción y posterior exterminación física. Todo
por medio de los pensamientos traducidos a lenguaje, pensamientos que fueron
recogidos, examinados y anexados al informe pertinente. Todo desde sus propias
conciencias, sus propias voces, casi inalteradas en el proceso de
reconstrucción memorística.